Ahora ya es totalmente oficial: soy la excepción. Estoy en ese momento de la vida en el que todas y cada una de las personas cercanas a mí, o con las que tengo algo de trato:
- Están casadas, arrejuntadas o en fase de «a ver cómo va la cosa.»
- Muchas de ellas ya tienen hijos, los acaban de tener o están en camino.
Y mientras tanto, aquí estoy yo, sintiendo que por algún desajuste cósmico he acabado en esta galaxia cuando en realidad me correspondía estar en la de al lado.
Ser diferente como forma de vida
Hay gente que va por la vida diciendo con aparente orgullo «es que yo soy diferente», «no me va lo que le va a todo el mundo». Curiosamente, esas personas tan diferentes se parecen mucho entre sí… a saber, cosas que pasan.
Yo he sido y me he sentido diferente desde el día en que nací, aunque aún no fuese consciente. Tanto por razones que saltan a la vista, como por otras que escondo en mi interior, siempre me ha costado sentir que pertenezco. En mi caso, no elegiría la palabra orgullo para describir cómo me he sentido al respecto.
Por suerte, las veces en las que me he podido sentir discriminada, positiva o negativamente, han sido prácticamente inexistentes. Repito: es una suerte, y lo sé. Ahora bien, también sé que la educación que he recibido y mi forma de ser me han salvado de ir por la vida poniendo el foco constantemente en lo que me separaba de los demás.
A efectos prácticos, mi apariencia era solo una característica más, a la que casi nunca se hacía referencia, ni dentro de mi casa, ni fuera de ella.
La excepción
A pesar de ello, lo cierto es que crecí en un mundo en el que en mi día a día no veía a nadie que se pareciese físicamente a mí. Desde pequeña, las revistas de moda, los vídeos musicales y las series de televisión americanas eran los recursos que tenía para entender que en otros lugares del mundo yo no era la excepción.
Cuando iba a los típicos eventos, reuniones y demás encuentros tampoco es que viese a nadie que se pareciese demasiado a mí. Peor aún: en esos casos sentía que encajaba aún menos por mi personalidad. Ser tímida y callada no es algo que estuviese positivamente valorado en según qué círculos, la verdad sea dicha.
La realidad es la que es: estoy formada por una mezcla de culturas, caracteres, valores, personalidades, latitudes, y sí, de concentraciones de melanina completamente dispares. Que oye, es maravilloso, pero también es algo que viene con unas cuantas crisis de identidad de regalo.
Aprovecho para recordar que el fomento de la diversidad en toda su gloria y esplendor es algo muy, muy reciente. Es más, ahora parece que gana quien más se aleje de la media, pero cuando hay tantas personas que hacen lo mismo al mismo tiempo, el resultado es que la media se desplaza. Un pensamiento al aire…
La media no es la medida
Muy a mi pesar, nunca me ha gustado destacar, ni llamar la atención. Como dije antes, mi aspecto físico es solo una característica más… pero es algo que, a medida que fui cumpliendo años, iba hablando por sí solo aunque yo no dijese nada.
Muchas veces el problema era que el discurso que daba mi cuerpo era diametralmente opuesto al que salía (o no salía, más bien) de mi boca. En su día intenté equilibrarlo usando como herramientas la forma de vestir, el alcohol, con quien y cómo me relacionaba, el nivel de respeto que me tenía…
Creía que la solución a ese problema era encontrar la manera de ser más extrovertida, habladora y atrevida. Más como la gente «normal». Nunca se me pasó por la cabeza que no tenía por qué cambiar nada. Triste, pero cierto.
Llegó un momento en el que perdí la cuenta de las veces en las que había intentado amoldarme a la percepción que otras personas tenían de mí para sentirme aceptada. El éxito obtenido fue nulo, por supuesto. Ahora me echo las manos a la cabeza e incluso me río, pero madre mía… cuánto sufrimiento.
A base de golpearme una y otra vez con el mismo muro, aprendí que la gente hace una serie de asunciones sobre ti, por lo general antes de molestarse en conocerte. También entendí que la mayoría nunca llega a tomarse esa molestia… y que tampoco tienen la obligación de hacerlo.
Lo que no puedes permitir es que eso condicione cómo te percibes tú, ni cuánto te quieres, ni el valor que tienes. Cuando lo tienes tan automatizado, probablemente tengas que repetírtelo con mucha frecuencia para convencerte de ello y romper el patrón, pero se puede.
Es hora de empezar a crear
Me he pasado toda la vida intentando que se me viese menos, mimetizándome con el entorno y acercándome más a la media. Eso también pasaba por tratar de ser más abierta, más sociable, más divertida, para estar parecer menos incómoda y por incomodar menos a otras personas.
Y al final, aquí estoy, sintiéndome tanto o más fuera de la media que hace 20 años. Quizá sea hora de aceptar por fin que este es mi papel: ser yo, a mi manera y a mi ritmo. Con mis peculiaridades y mis torpezas. Con mi timidez y con mi sensibilidad. Sin intentar parecerme a nadie ni diferenciarme de nadie. Simplemente siendo yo, para variar.
Me encanta ver a otras personas felices, cumpliendo sus sueños y llevando su vida por el camino que la quieren llevar. Sean como sean y hagan lo que hagan, mientras no hagan daño a nadie deliberadamente, trato de no juzgarles y de brindarles toda mi admiración. Mi objetivo actual es sentir eso mismo respecto a mí misma, sin más.
Admito que últimamente he estado bastante distraída fijándome en los procesos de los demás. He pasado demasiado tiempo preguntándome (y lamentándome, para qué negarlo) por qué son tan diferentes al mío. Pero luego, cuando me cuestiono si me gustaría que se pareciesen más, la respuesta es muy clara y simple: no.
Estoy condicionada desde que nací para que mi proceso sea único. Único en el sentido de personal, irrepetible e intransferible. He crecido buscando mi lugar en el mundo y, tal vez, haya llegado el momento de dejar de buscarlo y de empezar a crearlo… Eso sí, bajo mis propios términos, aunque en mi entorno tiendan más hacia la excepción que hacia la norma.