Reflexiones

Habilidades nuevas y segundas oportunidades (2013)

Empecé a trabajar en el hotel en el sur de Gran Canaria a principios de octubre de 2012. Tenía que vivir allí, ya que entraba a las 9:00 y terminaba a las 23:00, con varios descansos intermitentes entre medias. Compartía habitación con mi compañera (cuando la tenía), pero como para lo único que pasábamos tiempo en ella era para ducharnos y para dormir pues no había mayor problema.

Organizamos nuestros días libres para que me diese tiempo a subir un día a la semana a Las Palmas. Esa opción para desconectar fue lo que me permitió aguantar toda la temporada, sin duda alguna. Al final mi objetivo principal era ahorrar dinero y gastar lo menos posible, y las circunstancias eran inmejorables para ello.

En Nochebuena, conseguí que al menos me dejaran subir unas horas a casa para poder estar con mi madre. Llevaba más de una semana sin librar por «escasez de personal» (que estaba sola, vamos), pero pude escaparme por la tarde y llegar para cenar.

Mi experiencia en animación turística no fue la de un grupo de gente joven bailando, cantando y haciendo ruido. Éramos dos personas en el equipo de animación del hotel y, por las características de los clientes, su interés en los gritos y los aspavientos era nulo (por suerte para mí).

Por el día, a los adultos lo que más les interesaba era tomar el sol y/o beber, y que entretuviésemos a sus hijos para poder hacerlo tranquilamente. Por la noche, quienes venían a ver las actuaciones era porque estas se hacían en el bar y así tenían entretenimiento para seguir bebiendo un poco más.

Una lección sobre habilidades y límites

Aprendí tantísimo allí… Por un lado, habilidades como organizar actividades para niños y para adultos, llevar el aquagym, cantar y bailar en la minidisco (disfrazada, sí), manejar una mesa de sonido, controlar el backstage de los espectáculos, hablar con entusiasmo a través del micrófono, llevar bingos y sorteos desde el escenario…

Por otro lado, tenía que hacer funciones de RRPP, hablando constantemente con todo el mundo, incluso con personas que claramente querían que les dejaran en paz. Gestionar conflictos, aguantar quejas, desviar los acercamientos de padres excesivamente «amables», hacer compañía a niños ignorados por sus embriagados progenitores… Todo ello en tres idiomas diferentes y con una sonrisa pegada a la cara de sol a sol.

Pude comprobar que mis habilidades, mi capacidad de adaptación y mis límites eran los que yo me quisiese marcar. Me metí en el papel y, para lo tímida que era, creo que salí bastante bien del paso. Además, siempre he sido una introvertida de libro y me sorprendió fue mi capacidad para aguantar acompañada las 24 horas.

Es cierto que los primeros meses fueron los más duros, pero a partir de enero todo mejoró. Tanto mi nueva compañera como las personas con las que trabajaba de manera más estrecha me enseñaron mucho desde su experiencia y me ayudaron a disfrutar del día a día.

Por las características de mi puesto de trabajo no tenía muchas oportunidades para relacionarme con el personal. Aún así, los momentos en los que pude compartir tiempo, conversaciones y risas con ellos los recuerdo con mucho cariño. Solo puedo pensar y decir cosas buenas.

Como carbón bajo presión

Otra de las cosas que descubrí fue que ser responsable era algo que se me podía volver en contra. Pensaba que tomarse el trabajo en serio y querer hacerlo lo mejor posible era algo positivo, pero no tardé mucho en darme cuenta de que había otras cualidades mucho más estimadas. Siempre se aprende algo nuevo…

En lugar de valorar mi actitud, mi dedicación y la satisfacción del cliente, se me juzgó por no dejarme mangonear. Por un momento pensé que me iba a suponer un problema, y que tal vez me valía más aprender a bajar la cabeza. No quise y tampoco pude. Sabía que estaba haciendo bien mi trabajo y que me estaba esforzando por mejorar cada vez más mis habilidades.

De hecho, ocurrió todo lo contrario: mi autoconfianza aumentó porque veía que las personas a las que mi labor afectaba de manera directa estaban contentas y satisfechas. Tenía buen trato con todo el mundo y conectaba muy bien con los clientes. Además, las opiniones que dejaban eran positivas, cosa que en este tipo de establecimientos puede marcar una gran diferencia. Lo admito: me vine arriba.

Como siempre, también me dediqué a observar y a tomar nota. Podía sacar mucha información acerca de todo lo relacionado con la gestión del negocio y la coordinación de equipos humanos. En especial me fijé en lo que no funcionaba: los egos inflados y los abusos de poder no eran la mejor vía para fomentar la lealtad. Apuntado.

El destino me tenía guardada una sorpresa

Como iban a cerrar el hotel durante un mes para reformarlo, finalizaron nuestro contrato a mediados de abril. La idea era volvernos a contratar de nuevo, pero yo tenía muy claro que no iba a volver a poner un pie allí. Tenía mis buenos motivos para ello, que no viene a cuento airear. Tuve suerte de que incluso me pusiesen un puente de plata para salir de aquella situación.

Una vez cerrada aquella etapa, mi objetivo era salir al extranjero. Había podido ahorrar casi todo mi sueldo, así que lo tenía todo a favor para empezar una nueva aventura. Era lo que siempre había deseado y era el momento perfecto. Llevaba más de siete meses practicando idiomas y escuchando las historias de los clientes, así que estaba súper motivada para ver mundo.

Para ir abriendo boca y para barajar posibilidades, en mayo planeé un viaje de 10 días con varias paradas por Europa para visitar a las amistades que tenía diseminadas. Desde los 14 años (en aquel momento tenía 28) no había estado tanto tiempo sin subirme a un avión.

La primera parada fue en Madrid, y me encontré de golpe con un giro en mis planes que no esperaba. Al pasar por la pista de atletismo a hacer la visita de rigor, no pude hacer nada para evitar que me picara el gusanillo. Ya habían pasado casi dos años desde que me fuera a Soria, pero de repente volvía a sentirme como en casa. Hacerme la pregunta «¿qué pasaría si…?» fue inevitable.

Continué con mi viaje, pensando que había sido un lapsus, fruto de las emociones y de los recuerdos que inevitablemente tenía asociados a Madrid. A los pocos días de volver a Gran Canaria, me di cuenta de que era algo más que eso. Sentía que tenía una cuenta pendiente y que tenía que volver a Madrid para saldarla.

Lo que vino a continuación que cada uno lo llame como quiera: casualidad, suerte, alineación de astros… Historia resumida: una búsqueda en internet, un vuelo a Madrid de un día para otro y una entrevista más tarde, había conseguido plaza en una formación intensiva de 450 horas del método Pilates. Subvencionada. Todo en el plazo de una semana.

En principio la formación iba a empezar en junio, pero dos días antes de la fecha de inicio me avisaron de que se posponía hasta septiembre. Tenía el vuelo al día siguiente y el alojamiento apalabrado hasta finales de julio. A pesar de todo, decidí irme. Necesitaba salir de la isla con urgencia; sentía que me estaba ahogando.

Madrid, segundo asalto

Después de un verano que fue algo más ajetreado de lo previsto, en septiembre volví a Madrid para buscar piso. El comienzo del curso se había pospuesto de nuevo hasta principios de octubre. Estuve casi tres semanas okupando el salón de una gran amiga, lo que me permitió cierto margen para encontrar un piso en el que estuviese a gusto, sin ir a la desesperada.

En octubre empezó por fin la formación de Pilates. Iba por las mañanas y varios fines de semana enteros, y por las tardes iba a la pista de atletismo a «moverme». Llevaba un año sin hacer prácticamente nada de ejercicio.

Mi cuerpo volvía a estar como cuando tenía 15 años; había perdido toda la masa muscular y parecía que no había cogido una barra de pesas en mi vida. ¿Lo bueno? Que mi tendón de Aquiles también estaba como nuevo. Me lo tomé con mucha, mucha calma. Sin prisa y sin expectativas.

Los últimos meses del año fueron bastante intensos. La formación era muy exigente y me pasó bastante factura a nivel físico. Además arrastraba conmigo una dolencia desde finales de verano, que tenía a mi sistema inmune trabajando horas extra y me hacía estar más agotada de lo normal.

Aún con todo, a pesar del cansancio y de lo débil que me sentía, estaba inmensamente feliz. Con 29 años, la vida me estaba brindando de nuevo varias oportunidades emocionantes, y no había dudado en aprovecharlas.

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