Ayer por la noche de repente dejó de funcionar la caldera del piso en el que vivo. Hoy es 6 de enero, día de Reyes y festivo nacional, por lo que hasta mañana (como pronto) no hay arreglo posible. Afortunadamente pude ducharme antes de que la susodicha decidiera ponerse en huelga, y hoy pude hacerlo sin problemas en el vestuario de la pista, después de entrenar.
No es que tenga nada de especial que se estropee la caldera o cualquier electrodoméstico/similar. Tampoco que lo haga en víspera de festivo, de hecho, eso es lo más probable según la Ley de Murphy y sus corolarios. No, la cuestión es que todo este asunto me ha hecho pensar. Qué raro…
Me ha hecho recordar que, por cosas de la vida, hasta que tuve los 10 años cumplidos no pude ducharme con agua caliente en casa. No teníamos termo, así que el agua disponible estaba a temperatura ambiente. Varios días a la semana me duchaba en la academia de ballet, pero mi casa no dejaba de ser mi casa. A pesar de vivir en Canarias puedo asegurar que no era una experiencia agradable y, aún hoy, se me caen las lágrimas si no me queda más remedio que ducharme con agua fría. Será buenísima para la piel y para la circulación, pero la angustia que paso no me compensa de momento.
Cada día procuro estar agradecida por la suerte que tengo. Hay momentos en los que se me va la atención a cosas que más tarde reconozco como tonterías. Creo que es algo bueno y necesario recibir de vez en cuando un pequeño toque de atención para recordar que no debemos dar nada por hecho. Y sí, claro que hay cosas más importantes que el agua caliente, pero es solo un símbolo. Un símbolo de aquello que no necesito para sobrevivir, pero que me siento afortunada por poder disfrutar.
– P –