Ayer miércoles terminé de entrenar técnica de triple dolorida hasta las cejas, con las rodillas y los tobillos machacados, medio encorvada por el dolor de lumbares, con la cabeza a punto de estallar por el calor infernal que hacía, empegostada y rebozada en arena como una croqueta… Y hoy, aún con los calores causando estragos, añado un “diagnóstico” un tanto meh sobre una molestia en los hombros que llevo arrastrando desde hace casi dos meses y que convierte incluso hacerme la coleta en un suplicio. Hay días, como hoy, en los que me resulta inevitable preguntarme por qué me hago esto, por qué someto a mi cuerpo a esta tortura día sí y día también (vale, no todos los días estoy así de destruida, pero se entiende). Si sé que no es sano y que a cada entrenamiento que hago voy machacando un poquito más los huesos y condenando a muerte a mis cartílagos articulares.
¿Lo peor de todo qué es? Que me gusta. Me gusta el no poder casi moverme, me gusta la fatiga muscular, me gusta sentir por unas horas las articulaciones como las de una señora de 90 años. Sí, puede sonar a que estoy algo desequilibrada mentalmente (no seré yo quien diga que no), pero al final todos estos achaques son algo que asumí cuando tomé la decisión de dejarme la piel, literalmente, en el intento de caer unos (centí)metros más allá en la arena.
De verdad que entiendo a quienes piensan que para dedicarse a esto hay que estar tocado de la cabeza. Es más, les doy toda la razón. Jugar con la propia integridad física (y mental) por intentar acercarse un pasito más a un objetivo del que no se tiene garantía alguna es una locura. Pero, desde mi punto de vista, sería una locura aún mayor no hacerlo. Hay infinidad de frases del tipo “el que no arriesga, no gana”, “las mejores cosas son las que más cuestan”, “para triunfar, debes salir de tu zona de confort”… Que uno las lee y dice: ¡Voy a darlo todo! ¡Estoy a tope! ¡Máxima motivación! Pero en cuanto la cosa se pone fea de más, las ganas tardan poco en irse por donde vinieron…
La R.A.E. define la constancia como la firmeza y la perseverancia del ánimo en las resoluciones y en los propósitos. Es un concepto fácil de comprender, y también es sencillo proponerse el ser constante, pero de lo que uno no se suele dar cuenta hasta que ya está metido hasta las cejas en el barro, es de que no puedes dejar de serlo nunca ya que es una actitud que, si no se mantiene en el tiempo, pierde su significado y deja de existir. La clave está en entender que la constancia es la base sobre la que se sustenta todo el proceso, que habrá días mejores y peores, pero que todos ellos suman y forman parte de un todo mucho más grande, que hace que los días por separado no sean más que simples baldosas con las que vas construyendo paso a paso el camino hacia el éxito.
El otro día, comentaba con unas buenas amigas cómo la mayor parte de la gente asume que la vida del atleta (y del deportista dedicado en general) es muy sacrificada, que poco menos que vivimos una vida llena de restricciones y sufrimiento sin fin. Bueno, habrá personas que lo vean y que lo sientan así, pero en nuestro caso, por impopular que pueda considerarse, coincidimos en que no nos supone un sacrificio. ¿Es duro? Sí. ¿Es desagradecido? A menudo, también. Pero cuando te planteas lo que puedes llegar a conseguir y cuando sabes que el modo de acercarte lo máximo posible al objetivo es el trabajo constante, te centras en ello y punto. Y no sufres, porque crees en lo que haces, estás implicad@ e implicarse es una elección personal, llevada a cabo con consciencia y convicción.
Continuará…