Lo confieso: cuando observo a esas personas que intentan por todos los medios ponerse en el punto de mira y convertirse en el centro de atención, siento admiración, envidia y vergüenza casi a partes iguales. Es algo que me produce sentimientos encontrados en toda regla. Por más que lo intento, no puedo decantarme por una única reacción, así que he decidido quedarme con las tres.
Cosas como esta hacen que mi forma de ser destaque más que el cuerpo que la acompaña. No, no por lo vibrante de mi personalidad, sino por lo incómoda que resulta a veces. El día que repartieron las habilidades sociales llegué tarde, así que me quedé con las sobras. Por si fuera poco, cada vez que pienso en las veces en las que he hecho o dicho algo poco habitual en mí para intentar encajar y, en consecuencia, haber llevado la incomodidad a otro nivel, revivo de nuevo el bochorno en mis carnes.
Por esta razón, entre otras (mi introversión, por nombrar una), me he acostumbrado a vivir dentro de mi propia burbuja. De vez en cuando reúno el coraje para salir al mundo exterior, pero siempre es algo temporal, con fecha y hora de retorno. Me gusta la gente, que conste. De hecho, conectar con diferentes personas y tener conversaciones filosóficas es una de las cosas que más me apasionan. Entiendo que pueda parecer contradictorio, básicamente porque lo es… y también es la base de mis conflictos internos.
La ansiada normalidad
Y es que ser normal no es fácil, sobre todo porque nadie sabe qué implica. Ni tan siquiera se sabe si se puede. Cuando era pequeña tenía muchos problemas con eso de ser «normal». Mimetizarme con la masa era mi sueño: quería hacerme lo más pequeña posible, literal y figuradamente hablando. Ya me di cuenta de que las cosas no funcionan así; si llamas la atención, es lo que te ha tocado. Por mucho que te tapes, te escondas o desees hacerte invisible… ¡asúmelo chica, se te va a ver! (Sí, a menudo me hablo como si fuese otra persona).
No hay nada más subjetivo que la normalidad, ni nada más enriquecedor que contar con diferentes perspectivas. Si quiero compartir cosas con la gente, sean las que sean, es imprescindible que me deje ver. Tengo que encontrar el modo de darle voz a mi mensaje. Y, por mucho que quisiera poder negarlo, lo cierto es que me da susto. No es la opinión de la gente lo que me da vergüenza, sino salir de mi segura y cómoda cueva aislada de la humanidad.
La vergüenza se cansará
Es la acción de exponerme lo que me da miedo, más que las consecuencias. Es como si estuviese sobre un escenario bajo una luz cegadora, que me impide ver qué hay detrás de ella. Soy consciente de que no hay ninguna amenaza real, pero los sudores no me los quita nadie. Si le pongo sensatez al asunto, sé que lo peor que puede pasar es que el patio de butacas esté tirando a vacío o que, si hay alguien, decida no volver. Y eso tampoco es tan grave.
Hay una cita que tengo puesta frente a mí en la pared, cuya traducción sería algo así:
Mantente asustada pero hazlo igualmente. Lo que es importante es la acción. No necesitas esperar a estar segura. Simplemente hazlo y, con el tiempo, la seguridad llegará.
– Carrie Fisher
El mensaje está claro, tan claro como la primera vez que lo leí, que fue hace ya unos cuantos meses. Y aquí sigo, sin haberle hecho caso. (Bueno, si estas leyendo esto es que por fin di el paso. ¡Aleluya!)
Cuestión de necesidad
Lo que tengo que decir no es que vaya a cambiar el curso de la historia. Tampoco sé qué impacto podrá tener más allá de quienes ya conocen mis divagaciones. Lo que tengo que decir es importante para mí, para mi crecimiento personal y para mi salud mental. Ha llegado un punto en el que la necesidad que tengo de expresarme rebasa todos los diques que me he puesto hasta la fecha. Hablando en plata: ya no aguanto más. Ahora mismo, ponerme bajo ese foco y comerme la vergüenza con papas es justo lo que la intuición me dice que debo hacer.
A veces pecamos de tomarnos la vida demasiado en serio. Posponemos decisiones y aparcamos sueños esperando al momento adecuado. Le damos mil vueltas a ciertas cosas, solo para acabar volviendo al punto de partida. A veces lo que hay que hacer es hacerlo ya, pase lo que pase… que seguramente sea nada. Porque nada es tan importante y, al mismo tiempo, no hay nada que lo sea más.