Una de las mejores sensaciones para mí es estar hablando otra persona y sentir que me está escuchando con interés. Cualquiera diría que soy feliz con poco, ¿no? Resulta que el que una persona se comporte así hoy en día no es tan poca cosa como parece. Lo tenemos más fácil que nunca para comunicarnos pero ¿y la conexión? ¿Dónde quedó aquello de «estar a lo que estamos»?
Érase una vez…
Por mi edad, he podido experimentar activamente cómo han cambiado los medios de comunicación en los últimos 20-25 años. Cuando era pequeña, los medios más habituales para comunicarte directamente con otra persona, además del cara a cara, eran el correo postal, el teléfono y el fax. Los ordenadores ya existían, pero la gente de a pie como mucho los usaba en la oficina. Los teléfonos móviles estaban en ello, pero también les quedaba mucho camino por recorrer.
A mediados de los 90, aproximadamente, fue cuando el público general accedió a los ordenadores personales. La implantación fue progresiva, ya que hasta el cambio de siglo los precios seguían siendo bastante desorbitados. Transcurridos unos pocos años, tener ordenador ya era casi tan habitual como tener lavadora.
Un poco de historia
Comunicarse por carta era lo más normal del mundo. Sintetizar e ir al grano era el objetivo. Tenías que echarle concentración para evitar equivocarte, ya que no había tecla de «borrar» alguna y el típex quedaba muy sucio, así que lo usabas como último recurso. Una hoja llena de tachones no te daba muy buena imagen y lo último que buscabas era eso.
En definitiva, escribir una carta era un asunto bastante serio. Si te tomabas esa molestia con alguien era porque esa persona realmente significaba algo para ti. Desde que enviabas la carta hasta que llegaba a su destino y la otra persona te respondía podían pasar semanas o meses. Mientras tanto, la vida seguía su curso y tan felices, pero la conexión se mantenía viva.
Por su parte, el teléfono se usaba para intercambiar información importante, más que otra cosa. Eso de las tarifas planas y minutos ilimitados no se había inventado todavía. Por supuesto que había gente que se quedaba horas pegada al teléfono, pero eran más la excepción que la norma.
No quedaba más remedio que mantener las conversaciones con público, ya que normalmente el aparato se encontraba en una estancia común. La intimidad eran los padres… tal cual. El único modo en el que te podías comunicar con la persona en cuestión era ese, así que te aguantabas y aprovechabas el tiempo. Como última opción te ibas a la calle a hablar desde una cabina, pero siempre era mejor intentar ahorrártelo.
La comunicación virtual: de 0 a 100
En los comienzos de internet en versión «comercial», también tenías que hacer que el tiempo cundiese. Ibas a contrarreloj, literalmente. En el mejor de los casos contabas con una hora de conexión (a precio de oro) y le sacabas partido a cada minuto. Las salas de chat abrieron todo un abanico de posibilidades para conocer gente, tanto de tu misma ciudad como de la otra punta del mundo. Nada te garantizaba que la persona con la que querías hablar fuese a estar conectada al mismo tiempo que tú, así que si lo estaba aprovechabas bien el tiempo.
A las puertas del año 2000, con la popularización del MSN Messenger, comenzó la verdadera locura. Era un vicio, sin más. El poder tener varias conversaciones a la vez con gente a la que conocías fue muy emocionante al principio. Nos fuimos acostumbrando a usar el correo electrónico. Los teléfonos móviles empezaron a meterse en nuestros bolsillos prácticamente al mismo tiempo. El cambio de milenio llegó pisando fuerte. Entre una cosa y otra, la digitalización de la comunicación ya era toda una realidad.
Desde entonces, los avances tecnológicos aplicados a la comunicación no hicieron más que crecer exponencialmente. Estamos viviendo una era en la que comunicarse con gran parte de las personas, dondequiera que se encuentren, no requiere más que un simple clic. Las redes sociales nos lo ponen en bandeja, nunca mejor dicho. Tanto es así, que el hecho de interactuar con un personaje público, por ejemplo, se ha vuelto lo más normal del mundo, cuando antes eso era inimaginable.
Señal débil en la conexión
¿A dónde quiero llegar con esto? Pues a que tal vez esa facilidad que tenemos para comunicarnos se nos esté empezando a ir de las manos. En lugar de lograr conexiones reales y profundas con otras personas, nos estamos volviendo cada vez más superficiales. Es como si todo estuviese cada vez más despersonalizado. Es cierto que ahora podemos estar en contacto con varias personas al mismo tiempo pero, como muy bien dice el refrán, «quien mucho abarca, poco aprieta».
Recuerdo como si hubiese sido ayer el día en el que le comenté a cierta persona, tan ingenua yo, que prefería mil veces una conversación cara a cara a una a través de WhatsApp. Se rió de mí a carcajada limpia (vía texto, claro). No es la primera vez que lo cuento y probablemente no sea la última: me dejó traumatizada. Me hizo sentir fatal y me llegué a plantear si lo que le había dicho era ridículo. Lo peor es que ahí me di cuenta de que, a pesar de que no fuese ridículo, cada vez había más gente que pensaba de ese modo.
Busca conexión regalando atención
A la de hora de comunicarse únicamente con una persona hay gente que siente miedo a verse demasiado expuesta. Otras personas se ponen nerviosas porque creen que no tienen las habilidades sociales suficientemente desarrolladas. También hay personas que, bien por una combinación de los factores anteriores, bien por puro egoísmo, no tienen interés en regalarle su atención a un solo interlocutor. Pudiendo repartirla, ¿para qué va a renunciar al resto de gente?
La respuesta a esa pregunta es sencilla: para conectar. Puedes estar en presencia de alguien, pero para conectar con esa persona tienes que poner un poco más de tu parte. Las personas necesitamos sentirnos importantes. La comunicación verbal es necesaria (o no, según el caso), pero la comunicación no verbal ha de ser coherente con ella. Mirarle a los ojos, permitirle que se exprese y escuchar lo que dice, poner todos tus sentidos en el encuentro.
Es una actitud que debe ser genuina, aunque resulte difícil al principio. Si vas a estar pensando en las musarañas o en qué podrías estar haciendo en lugar de estar ahí, es mejor que directamente no estés. Si realmente necesitas desviar tu atención un momento, simplemente avisa. Si ves que ya has llegado al límite y no eres capaz de seguir atendiendo, dilo educadamente. No pasa nada. Eso sí, para conectar con otra persona esta actitud debe ser recíproca; lo mismo ocurre si se trata de un grupo. Intención e interés.
Necesitamos sentirnos importantes
Nos encontramos rodeados de tantas distracciones que nuestra atención ya no sabe ni por dónde le vienen los toques. Muchos hemos tenido la suerte de vivir otros tiempos en los que estar a muchas cosas a la vez ni siquiera era una opción. La generación que ha nacido con un móvil bajo el brazo, como quien dice, es la que puede tenerlo más complicado al no haber conocido otra cosa. Por eso es importante que los «mayores» prediquemos con el ejemplo.
Bien empleados, los medios de comunicación con los que contamos hoy en día son maravillosos. El buen uso pasa por saber cómo y cuándo desconectar de lo electrónico para conectar con los seres de carne, hueso y emociones. Incluso en el mundo virtual, hacer el esfuerzo de centrarte en una sola persona aumenta la calidad de la comunicación.
La intención es lo que más cuenta en la conexión, aunque esta solo se produzca durante un rato. Dedicarle a alguien tu tiempo, tu atención y hacerle sentir que te importa es uno de los mejores regalos que le puedes hacer.