La semana pasada volví al trabajo, después de poco más de tres meses sin dar clase. Una de las cosas positivas que saco del parón es que he recordado una de las cosas que más me gusta de mi profesión: me gusta trabajar con cuerpos. Me fascina su composición interna, su distribución externa, su alineación, su biomecánica. Me parece increíble todo lo que son capaces de hacer y lo que son capaces de comunicar. El cuerpo en sí me parece algo digno de admirar.
[Nota: se puede apreciar un cuerpo sin que eso implique sentir atracción sexual por él. Parece algo obvio, pero obviamente no son pocas las personas a las que les cuesta separar una cosa de la otra. Lo contrario también es viable (atracción sin apreciación), pero ese tampoco es el supuesto que nos ocupa. Al estudiar el cuerpo como el sistema complejo que es, es inevitable ver mucho más allá de su apariencia. Dicho esto, prosigamos.]
Conocerse mejor
Una de las facetas más importantes para mí de mi profesión es ayudar a las personas a conocer mejor su cuerpo. Los motivos por los que una persona decide empezar a moverse más son muy variados. Lo cierto es que en muchos casos dan el paso porque el cuerpo les ha tenido que pedir casi a gritos que le empezasen a prestar más atención.
En mi trabajo actual trato principalmente con cuerpos que están en proceso de crear otros cuerpos en su interior o que ya los han creado. Es fascinante ver cómo van cambiando y adaptándose constantemente a medida que van pasando los meses, y cómo van redescubriéndose en el proceso. No sé si la vida es un milagro o no, pero lo que sí sé es que el proceso de creación se produce a fuego lento y con mucho fundamento.
Suelo insistir en mis clases en que yo veo el cuerpo como un conjunto. El aspecto que tiene es solo un componente más de tantos otros. Me parece mucho más interesante lo que es capaz de hacer, y observar cómo responde positivamente cuando lo escuchamos y lo tratamos con un poco de cariño. Por lo general, cuando una persona empieza a conocer su cuerpo y a forjar un vínculo más íntimo con él, esta relación se suele convertir en una de las más importantes de su vida.
Cultivando una relación sana con el cuerpo
Cuando veo un cuerpo tiendo a fijarme en cosas como el movimiento de la pelvis al andar o la posición de la cabeza antes que en los rasgos de la cara o el color del pelo. No puedo evitar observarlo todo en conjunto, es algo automático. Es lo que tiene la deformación profesional… y a veces supone un problema, todo hay que decirlo.
Como la belleza es subjetiva, para mí una de las cosas más bellas que hay es ver a una persona que tiene una buena relación con su cuerpo. Que conste que no me refiero al ‘body positivity’ ni a gritar «me quiero un montón» a los cuatro vientos. Solo diré que es bastante más complejo que eso, más aún en este mundo en el que vivimos en el que lo virtual tiende a alejarse cada vez más de lo «terrenal».
Algunos de los principales fundamentos para una relación sana, del tipo que sea, son la comunicación, el respeto y la confianza. Que lo de quererse también está muy bien, por supuesto, pero ¿qué es lo que haces por tu cuerpo? ¿Lo escuchas cuando intenta decirte algo? ¿Lo tratas con respeto, cuidando de él y atendiendo a sus necesidades? ¿Confías en su capacidad para responder ante lo esperado y lo inesperado?
Cuando una persona tiene una relación sana (sana, insisto) con su cuerpo, se nota. Se ve en la postura, en los gestos, en cómo se mueve y en cómo se desplaza. Se nota que es consciente de que solo tiene ese, que no hay otro de repuesto, así que le compensa tratarlo con cierto mimo.
La base está en aquello que no se percibe a simple vista. El aspecto externo se puede considerar la guinda del pastel, eso que le da el toque final, pero no deja de ser la capa más superficial. La puesta en escena exitosa de una obra depende en su mayor parte de lo que ocurre entre bambalinas. Lo que pasa sobre el escenario es lo que se lleva el protagonismo. La realidad es que sin todo lo que hay detrás seguramente no habría nada que ver.
Nuestra percepción es personal
No estoy diciendo que el aspecto no importe. Lo cierto es que importa mucho, en especial en este mundo en el que nuestra capacidad de prestar atención y sobre todo de mantenerla no hace más que decaer. «Entrar por el ojo» parece casi imprescindible. Lo que digo es que en lo que respecta al cuerpo de carne y hueso, solamente con la apariencia no vale.
Esa es una de las cosas que más me gusta de mi profesión: ser capaz de ver y de entender el cuerpo en todas sus dimensiones. Es rara la persona que escapa a las inseguridades, a creer que le sobra un poco de esto y le falta un poco de aquello. Quien más, quien menos cree que si tuviera/fuera/estuviera A, B o C se sentiría más a gusto en su piel.
Cómo vemos y sentimos nuestro propio cuerpo es algo personal e intransferible. Nadie puede ver a través de nuestros ojos, por mucho que quieran o que queramos. Por eso me gusta ayudar a otras personas a mejorar la percepción que tienen de su cuerpo, al menos a nivel funcional. Para ello utilizo lo que está en mi mano: mis rollos teórico-prácticos y el feedback positivo al observar una mejora en la conciencia corporal y en la higiene postural.
Cada persona es libre de tener sus propios objetivos estéticos, claro está. Mi pequeña cruzada es hacer entender que un buen funcionamiento del cuerpo no se traduce en una apariencia física concreta. Que hay cuerpos de todas las formas, volúmenes y longitudes que hacen estupendamente lo que se supone que están diseñados para hacer.
En general, cuando ven que moviendo el cuerpo con intención, sabiendo cómo y por qué, empiezan a verlo con mejores ojos. Van ganando un mejor control, la columna se va irguiendo, los dolores se van mitigando, desplazarse ya no resulta tan pesado… Así, poco a poco consiguen dejar de ver el cuerpo como el enemigo: en lugar de luchar contra él se van dando cuenta de que colaborando ambos pueden llegar más lejos.