Pongámonos en contexto. Has pasado por una situación difícil. Quizá ya la veías venir desde hace tiempo o tal vez apareciese de forma totalmente inesperada. Ha llegado a ponerte la vida patas arriba y lo has pasado mal, muy mal… pero ahora en tu mente solo se repite la frase «quiero ser feliz». ¿Eres una persona horrible? ¿Es un pecado que te hayas cansado de estar triste? ¿Eres el ser más egoísta del planeta? (‘Spoiler’: no, no lo eres).
Sentirse mal está bien. Sentirse bien, también
Nadie se libra de experimentar situaciones negativas y dolorosas. Prácticamente todas y cada una de las personas que pasamos en algún momento por este mundo las sufrimos en mayor o menor medida. Por eso, en lugar de actuar como si pudiésemos escapar de ellas, sería más natural aprender a aceptarlas como parte de la vida, adaptarnos y tratar de aprender algo, cuando sea posible.
La vida es cíclica, como una montaña rusa, por lo que el tener ciertas subidas y bajadas es inevitable. Cuanto más conscientes seamos de que esto es normal, evitaremos sorprendernos tanto cuando nos toque ir cuesta abajo. Por otro lado, también será más sencillo ponernos las pilas para no dormirnos en los laureles. Como es habitual, en el equilibrio está la clave.
Si eres víctima directa o indirecta de un hecho traumático, por supuesto que te va a trastocar de algún modo. Es más que lógico que te remueva todo y que incluso haya momentos en los que no sepas ni en qué día vives… o por qué vives, siquiera. Ahora, resulta que hay personas que, tras pasar por una situación de duelo o similar, un buen día deciden (sienten) que quieren luchar por recomponerse y por recuperar su felicidad. Esta capacidad de superar la adversidad se denomina resiliencia.
La normalidad es relativa
Por otro lado, hay otras personas que ven en las anteriores el blanco perfecto para sus juicios, sus críticas y sus pasivo-agresividades. Consideran que una actitud resiliente es incompatible con su «guion de cómo deben ser las cosas». Ven este guion (sacado de la manga) como algo universal, que todo el mundo debería seguir para que su comportamiento pueda ser catalogado de normal.
«Es demasiado pronto», «debería guardarle un respeto», «es imposible que lo haya superado», «si ya está con otra es que no le quería tanto», «no sabe estar sola», «¿cómo se le ocurre pasarlo bien?», «mira qué contento está, ¡no tiene vergüenza!», «qué rápido le ha olvidado», …
Las ganas de ver a otra persona infeliz van disfrazadas muy a menudo de apología a la decencia, al decoro y al buen gusto. No es de extrañar, ya que queda feo decir abiertamente cuál es el verdadero motivo de su «preocupación».
Cualquiera puede tener opiniones sobre lo que sea. Eso no quiere decir que nadie tenga la obligación de escucharlas o de tenerlas en cuenta (hay casos en los que sí es vital, obviamente; las obviedades se supone que son eso, obvias). Si se trata de cómo alguien ve la vida y se maneja por ella, ya puedes empeñarte lo que quieras: si tu opinión no es importante para esa persona la va a ignorar, y no te quedará otra que asumirlo.
Quiero ser feliz… pero también me gusta el drama
Es muy común tener la percepción de que el dolor y el sufrimiento dignifican. Siempre que se vean, claro. Si te sucede algo trágico, tienes que estar triste y llorar. Si tu aspecto es el de haber caído rodando por un terraplén, mejor aún. Como se te ocurra sonreír o llevar a cabo alguna actividad mínimamente divertida dentro de un plazo prudencial (que para demasiada gente puede ser el resto de tu vida), claramente no estás sufriendo lo suficiente. Da igual lo que sientas o lo que pienses: si no lo expresas tanto de forma activa como pasiva, no ha pasado.
Por si no se haya percibido lo suficiente el sarcasmo: ir como un ánima en pena y lamentándote de tus miserias NO te convierte en una persona más digna. Y NO, eso tampoco significa que te convierta en una persona menos digna.
Hay gente que se siente cómoda en el drama; el drama es mullido y confortable. Además, proporciona una justificación idónea para no tener que hacer lo necesario para cambiar aquello que no está funcionando. Ay, ¡pobre de mí, cómo sufro! ¡El mundo está en mi contra! Como espero sea evidente, no hablo de impedimentos o circunstancias que realmente supongan un obstáculo, sino de simples excusas.
Desde el drama se puede hacer suficiente ruido como para distraernos de la vida real tanto a nosotros mismos como a los demás. Lo que pasa es que el drama es muy vistoso, pero poco productivo. Cuando decides ponerte manos a la obra y dedicarle tiempo, esfuerzo y atención a intentar mejorar las cosas, el tiempo para quejarte se reduce drásticamente. Ese es un sacrificio que no todo el mundo está dispuesto a hacer.
Mi vida, mis normas
Si la resiliencia es algo que se te resiste, es normal que te cueste asimilar cómo funciona. «No entiendo por qué llevo meses (o años) llorando día y noche por ‘eso’ mientras que mi amiga Petunia, tan solo un mes después de ‘aquello’, ya está tan feliz, como si no hubiera pasado nada». Y es que según tus cálculos, Petunia debería seguir agonizando durante al menos 4 meses, 5 días y 3 horas más, que es el tiempo mínimo que consideras necesario para superar «eso, aquello o lo de más allá».
Como es tu amiga, sabrás si es un patrón de comportamiento habitual en ella. Si lo es, en lugar de sugerirle a Petunia que reconsidere su felicidad y la retrase un poco, pregúntate si hay algo que puedas aprender de ella. Quizá su forma de relativizar lo que ha pasado, su capacidad para perdonar, su determinación de hacer lo posible por seguir adelante y de no regodearse en su sufrimiento…
Otra opción muy válida es que prefieras no aprender nada de Petunia. Eso de «mi vida, mis normas» también es aplicable a ti, por supuesto. Tú haz lo que consideres pero, ante todo, deja que ella viva su vida a su manera, especialmente si parece ser feliz mientras lo hace.
En el caso de que realmente sospeches que lo que hace se debe a que tiene problemas para gestionar su dolor, habla con ella. Ofrécele tu tiempo, dile que estás ahí para escucharla e incluso exprésale tu preocupación (genuina) por su estado. Y si te pide consejo, pues se lo das.
Lo que no deberías hacer en ningún caso es tratar de imponerle tu propia forma de enfrentarte a la situación en cuestión. «Es que si yo estuviera en tu lugar no lo haría así». Perfecto… pero es que no estás en su lugar ni se trata de ti. Eso no es ayudar: eso es querer tener la razón a toda costa para acariciar tu ego.
Si no lo vivo, no lo creo
Esto es lo de siempre: que tú no lo hayas vivido en tus propias carnes no significa que no sea posible o cierto. Cuando tu forma de ver las cosas no coincide con la de otra persona, ¿por qué tiene que ser la tuya la «buena»? No puedes pretender que su existencia se rija por tus normas. Cada persona tiene su propia percepción del mundo, y es lo que guía sus experiencias.
Que se haga sentir culpables a las personas con la resiliencia desarrollada es algo que me indigna bastante, la verdad. A una persona que tiene la maravillosa capacidad de resurgir de sus cenizas y de seguir adelante con fuerza se le aplaude, no se le intenta arrastrar de nuevo al abismo. ¿Cómo va a ser criticable esa característica? ¡En todo caso será envidiable! (Y para saber qué hacer con esa envidia, aquí hay algunas ideas).
Nadie tiene derecho a hacerte sentir que estás haciendo algo malo por querer ser feliz, por querer estar bien, por querer cambiar las lágrimas por sonrisas. Que desees seguir adelante con tu vida y aprovechar las oportunidades que se te presentan es para sentir orgullo, no culpa ni vergüenza.
Si además cuentas con la resiliencia como herramienta para hacerlo es para darte una enhorabuena sincera y para sentir una profunda admiración. No lo dudes: sácale el máximo partido a ese magnífico don que tienes. Y si alguien le escuece, que se ponga hielo.